CRÓNICA DEL BARRIO CONGRESO DESDE LA ÓPTICA DE MIGUEL ÁNGEL, UN COMERCIANTE QUE TRABAJA ALLÍ HACE MÁS DE 50 AÑOS
Las
calles Pasco, Independencia, 9 de Julio y Callao forman un cuadrado que
delimita uno de los tantos barrios (ejemplo: Tribunales o Cañitas) que no
aparecen en la cartografía oficial de la Ciudad de Buenos Aires, pero sí en el
imaginario popular. “Yo fui mucho tiempo fotógrafo en esta plaza.
Sacaba y vendía la foto. Me gustó Congreso y me quedé acá. Vine desde la
provincia de Santa Fe, Rafaela. ¿Viste que a veces se habla del lugar en el
mundo de cada uno? Mi lugar en el mundo es este”, afirmó Miguel Ángel Castro,
dueño y vendedor del puesto “MAC Pochoclos”, ubicado frente a la Plaza del
Congreso desde hace más de 50 años.
Para
Miguel el día comenzó a media mañana porque se durmió tarde. Luego de almorzar
la comida que le preparó su esposa Anabela, agarró la camioneta Renault Kangoo
blanca, que hace poquito se compró, y se dirigió hacia su lugar de trabajo.
Vive cerca, pero para trasladar el carrito rojo de pochoclos y el gazebo que lo
recubre, necesita usar su vehículo. “Una y media de la tarde empezamos a vender
y nos quedamos, junto a mi señora, hasta la última película que es a las
22:30. Entre que desarmamos todo y llevamos las cosas, hasta las 12 más o
menos no nos desligamos de esto. Nos dormimos como a las dos o tres de la
mañana”, dijo Castro, que a sus 73 años sigue trabajando frente al cine
Gaumont, fundado en 1912, que administra el Espacio INCAA (Instituto Nacional
de Cine y Artes Audiovisuales), desde el 2003.
Camino
al trabajo por Rodríguez Peña, justo en el cruce con la avenida Corrientes, el
semáforo se puso en rojo y lo obligó a escuchar, por un minuto, el show de un
artista callejero que, frente al público más indiferente que un cantante puede
experimentar, realizó su versión de “La donna e mobile”, compuesta por Giuseppe
Verdi. Al cruzar la avenida, el barrio perdió los adornos que le brindan las
marquesinas de los teatros y se transformó en un lugar lóbrego. Los contrastes
estéticos que ofrece Congreso son particulares. La pobreza y la delincuencia
conviven con el lujo arquitectónico, el glamour de los artistas y la riqueza
cultural. En esta zona se albergan varios lugares emblemáticos como el Palacio del Congreso de la
Nación, el Teatro Colón, la Biblioteca Nacional o el Museo Nacional de Bellas
Artes.
Ya
instalado en la calle Rivadavia 1635, Miguel comenzó a trabajar. De su
camioneta bajó tres bolsas de pochoclo ya preparado y las puso en la máquina
para calentarlos y llenarlos de azúcar. De a poco, a medida que las palomitas
de maíz iban cayendo desde la pequeña olla que tiene incorporada la pochoclera,
el olor a combustible que caracteriza al barrio se empezó a endulzar con el
clásico aroma a caramelo que regala cualquier cine de la ciudad. Mientras
preparaba la mercadería, recordó con nostalgia su juventud y dijo: “Cuando tenía 20 años, con
un laburo mantenía la casa y no había ningún problema para llegar a fin de
mes”.
Por
la tarde está tranquilo, a no ser que haya alguna manifestación política o
social frente al Palacio del Congreso. Sin embargo, cuando empieza a caer el
sol, el entorno se transforma en un lugar peligroso y hostil. “La gente que viene al cine
se acerca y algo te compra. Pero después tenemos lo otro. Te chorean el
teléfono si te regalás. Yo a los clientes cuando vienen y se ponen con el
celular les digo: hablá de acá y guardalo porque te lo van a robar. A algunos
les choca cuando les decís así, pero bueno, es la realidad”, comentó, vestido
con un jean azul, una chomba de algodón piqué negra (gastada por el uso) y sus
anteojos de armazón transparente.
Miguel
piensa que el barrio no era así. Para él, antes era espectacular, pero “la
falopa y los borrachos cambiaron todo para mal”. De todas maneras, se asume un
beneficiario de la crisis y celebra las manifestaciones populares y
aglomeraciones de gente en la plaza, porque le repercuten de manera directa en
sus ventas. “Con la cantidad de personas que mueren de hambre, hay
manifestaciones todos los días. Por mí que sigan viniendo. Yo aplaudo porque
nosotros laburamos con eso”, afirmó sin balbucear. Sin embargo, segundos
después reconoció que la situación del país a él también lo afecta. Confesó que
la pasó mal, sobre todo en la pandemia en la que la falta de trabajo lo llevó a
vender un auto y dos motos para poder subsistir.
Era
día de estreno en el cine y antes de la última función, cuando la noche ya
estaba instalada, se dedicó a atender a una buena cantidad de personas que le
compraron pochoclos y algunas golosinas. Una vez que la película comienza, el
movimiento vuelve a descender y solo resta esperar para ver si a la salida se
puede vender algo más. Mientras conversaba con Anabela, se lo notaba muy atento
a los movimientos del barrio. A cinco metros, justo al lado del Gaumont, dos
hombres que viven en la calle armaron con cartones su lugar para dormir. Del
otro lado, más o menos a la misma distancia, un indigente se acercó a dos
chicos que esperaban frente al cine y les pidió el teléfono celular, a modo de
favor, para enviar un mensaje, pero los chicos le respondieron que no.
Pasaron
nueve horas y Congreso entró en su momento más oscuro. Él y su mujer, varios
años más joven, empezaron a desarmar el puesto. Se nota al verlos que ya existe
un método para retirarse en el que Anabela cumple un rol fundamental, sobre
todo en los trabajos de fuerza. “Si no fuese por ella no podría seguir adelante.
Ahora ésta fenómeno que tengo de señora llega a casa, lava la ropa y cocina”,
confesó. Una vez que terminaron de guardar todo, cerca de las doce de la noche,
se subieron a la camioneta, tocó un bocinazo y ella, del lado del acompañante,
movió su mano en señal de despedida. Prendió la Kangoo y volvió a su casa, por
la calle Paraná.


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