MARCOS MONTENEGRO: “Cada vez que la gente me pide un trabajo les pido que me cuenten un poco la historia del lugar. Trato de ver qué puedo rescatar de eso e intento ponerlo en la maceta”
Según la Real Academia Española un alfarero es un
fabricante de objetos de barro, especialmente de vasijas. Después de charlar
durante dos horas con Montenegro sobre su trabajo, queda claro que, para él, la
alfarería es una herramienta para comunicar y canalizar emociones. “Hacer esto
me remite a mi familia y mi origen. Mis primeras macetas se parecen a mi
pueblo. Me costaba mucho no emocionarme mientras las hacía. Me recordaban
olores, ruidos, música que escuchaba cuando era chico… o cuando venía mi
abuelo y me pedía que escuche una canción de Larralde* con sus letras sobre el
campo. Yo escuchaba y miraba por la ventana las casas de enfrente, que
eran de ese estilo”, cuenta Montenegro.
Conoció el oficio en el 2007 a través de una amiga que
hacía alfarería. La fue a buscar al taller, entró, miró y le gustó. “Probé, me
encantó y volví. Nunca había hecho nada igual. En las clases hacíamos solo
alfarería de torno. Es una máquina que hace girar la arcilla y uno le va dando
forma con las manos. Esa técnica la aprendí muy rápido y empecé a levantar
piezas al poco tiempo. Después me vine para acá (Ciudad Autónoma de Buenos
Aires), pasó un año más y empecé a estudiar profesorado de alfarería”, recordó.
En tu época de estudiante en la Escuela Nacional de
Cerámica Nº1, ubicada en la calle Bulnes, ¿que tipo de piezas hacías?
Lo primero que hice fueron tasas. En una de las
materias, nos dieron un trabajo práctico donde teníamos que modelar formas
tridimensionales, cubos, esferas, cilindros, para luego deformarlas y
transformarlas en algo utilitario. Ahí me puse a prueba. Quería ver, ya que
estaba estudiando y que iba a ser evaluado, qué me salía. Hice cosas muy
copadas. Una pirámide la deformé, le corté la punta y se me ocurrió
transformarla en tasa. La Ahuequé y me quedó de cuatro lados. Corté las
puntas y la hice de ocho. Por último, le agregué un asa y me encantó. Así
que perfeccioné ese modelo, me hice los moldes, me lo llevé para mí, los
patenté y empecé a fabricar una tasa de ocho lados, que a la gente le
encantaba.
¿Cuál fue el motivo que te llevó a dejar de hacer tazas
e incursionar en el mundo de las macetas?
Lamentablemente, en ese momento, no tenía los medios
para producir todos los pedidos. Al principio me iba al taller de una
amiga, las fabricaba ahí, ella me cocinaba y listo. Pero después esa opción se
calló y empecé a fabricar en casa. Al no tener horno tenía que hacer
muchos viajes. Uno para llevarlas a que me las cocinen, otro para
traerlas y otros dos más para que me las esmalten. Era una locura
porque estaba llevando una pieza muy frágil a 5 o 6 kilómetros de casa,
con el riesgo de que se rompa. Lo hice un par de meses y mientras tanto pensaba
que, o me compraba un horno para cocinar o fabricaba otra cosa que se cocine de
una sola vez. Y la maceta me permitió eso, hacer una pieza entera y cocinarla.
Supongamos que un cliente se acerca, con una foto de
algún lugar importante para él, y quiere que le hagas su maceta
personalizada. ¿Cómo construís la pieza y qué cosas tenés en cuenta a la hora
de representar esa idea?
Cada vez que la gente me pide un trabajo les pido que
me cuenten un poco la historia del lugar. Trato de ver que puedo rescatar de
eso e intento ponerlo en la maceta. Es como una mini película que armo. Ver la
maceta terminada con la planta puesta me permitió pensar en la casa completa y
no solo en la fachada. Juego un poco con esa imaginación del que tiene la pieza
en la mano, la gira y quiere descubrir cosas. Trabajo mucho para ofrecer algo
que no sea igual a todo. Me gusta darle un toque artístico y a su vez
emprendedor. Que comunique y transmita... no sé, juego con el sentimiento
porque a mí me surge así. Ha habido gente que le entregué la maceta, la vió y
se largó a llorar… para mí es inevitable que se me haga un nudo en la
garganta. Sé que no estoy haciendo algo que vas acá a la esquina y lo
comprás así de fácil.
¿Tenés identificado el momento en que empezó a tomar
cierta popularidad tu trabajo?
Empecé a vender en pandemia gracias a un cliente. Un
día hizo una publicación en Twitter de una maceta, respondiendo a un
chabón que hace maquetas de casas en miniatura. Y ahí empezaron a lloverme
pedidos. Al principio trabajaba en una mesa chiquita que tengo en mi casa,
amasaba con un palote, tenía varillas de distinto espesor para hacer las
láminas parejitas y amontonaba material donde podía. Una vez que
fabricaste tenés que dejar que seque y cuidar ese secado, que no se raje, que
no se tuerza. Después me hice mi lugar de trabajo, compré máquinas, investigué,
pero nunca más estudié.
Es evidente que hoy gracias a las redes sociales
existe la posibilidad de visibilizar lo que hacés sin la necesidad de
desembolsar grandes cantidades de dinero. ¿Cómo te llevas con la tecnología y
de qué manera trabajas la difusión?
Lo hago todo yo. Ahora me llevo un poco mejor, al
principio renegaba mucho de no saber hacerlo, pero tampoco le dedicaba mucho
tiempo. Un día me dije: si quieres vender, si quieres tener o emprender tu
negocio, tenés que acomodar esta parte. Y ahí empecé a investigar. No quería
gastar plata. Pero dio sus frutos la investigación. Le dediqué dos
semanas a averiguar cómo se hace una página de Instagram, cómo se actualiza,
cada cuanto tiempo hay que publicar algo. Invertí en publicidad y me fabriqué una
tienda virtual. También vi la importancia de cómo presentas el producto. Tenés
que tener un packaging, una marca, un sello. De a poquito lo fui armando y
espero seguir mejorando.
* Fotos extraídas de la cuenta oficial de Marcos Montenegro (@Nemontalfareria)
** José Larralde, canta autor.
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